Sr. “Fantomas”:
Le escribo para hacer algunas precisiones en torno a la reseña que apareció publicada en El Dominical último y sobre la cual usted ha vertido algunos comentarios en su blog.
Preparé un texto para la presentación del libro de Alexis Iparraguirre y, sobre la base de él, escribí la reseña en cuestión. El texto que entregué era más extenso y, me imagino que por cuestiones de espacio, fue “editado” por el diario. Eso explica, sin duda, la mala costura de ciertos tramos y la poca inteligibilidad de la penúltima oración del párrafo final, cosa que a mí también me sorprendió cuando leí el impreso.
En lo que apareció está, de todas formas, lo que pienso sobre el libro de Iparraguirre: que es una colección de relatos con un lenguaje y un mundo personales y que -como traté de sugerir con la cita de Kafka- no cede a una fácil complacencia (no es una obra “diurna”, por así decirlo) y, muy por el contrario, penetra en una zona oscura y vedada de nuestra conciencia, esto es, toca en lo íntimo del lector. Por eso lo de su “insólita y necesaria trascendencia”.
Quizá para algunos mi texto resulte demasiado entusiasta, pero se trata, en todo caso, de un entusiasmo sincero. Nada tiene que ver que el autor sea mi amigo. Ese mismo entusiasmo despiertan en mí los primeros libros de otros autores recientes, como Carlos Yushimito o Susanne Noltenius, y si se me pidiera escribir sobre esos libros, no dudaría en hacerlo con el mismo espíritu que ahora se me cuestiona. Demás está decir que, de estos dos autores que menciono, con el primero sólo he cruzado un par de palabras y que a la segunda no tengo el gusto de conocerla personalmente.
Se ha impugnado también el estilo de mi texto. Me temo que ésa es la “respiración natural” de mi escritura (“una pluma refinada”, ha dicho usted, muy generosamente) y, siendo yo en lo esencial un escritor y no un académico o un periodista, no me siento obligado a modificarla, mucho menos cuando, como en este caso, he querido decir, con la mayor honestidad posible, lo que pienso.
Una reseña, lo sabemos bien, no es -no puede ser- un análisis crítico. Con todo, una reseña puede dar algunas claves de lectura (yo entiendo que, aunque simplificadas por el poco espacio y por la “edición”, las doy), y puede ser también una invitación a la lectura (es lo que sin duda he querido hacer, asumiendo que estamos ante una “revista de libros”). De cualquier forma, es sólo la opinión de una persona; no el veredicto de una entidad suprema e incognoscible.
Créame que jamás pensé que ese escrito pudiera suscitar tantas suspicacias y maledicencias. Por mi parte, no pienso abundar en ellas, como tampoco pienso dar más declaraciones sobre este tema.
Cordialmente,
Marco García Falcón
DNI 07473584
viernes, 21 de diciembre de 2007
sábado, 13 de octubre de 2007
Un serio dilema
por César Hildebrandt
Los Agois no descansan. Su hooligan tampoco. Y es que el hooligan que por ellos navajea se jacta de ver al presidente de la República cada semana. Por eso es que los Agois lo mantienen: a ver si así el gobierno al que quieren seguir sacándole tajadas tributarias –como lo hicieron con Toledo– los ayuda a conseguir incautos que compren Epensa “para salvar a la empresa de la pavorosa crisis financiera por la que atraviesa” –afirmación de ayer de Juan Carlos Tafur en su columna de Expreso, una columna que el brillante periodista refundador del exitoso Correo del año 2000 ha titulado –qué fuerte– “La chiquita de los Agois”. Tafur es otra víctima constante de Mariátegui y de los Agois y está realmente dolido por la escombrera que es hoy Correo.
“No es difícil entender, con semejante muestra de ligereza, el desplome en ventas y en credibilidad del otrora gran diario que fundáramos –escribe Tafur ayer–. Con semejante falta de apego a la verdad (se refiere a un par de nuevas mentiras que sobre él ha proferido Mariátegui, nota de C.H.), el resultado es inevitable. De un alicaído equipaje neuronal no puede resultar otra cosa que el pasquín palaciego en que han convertido el que fuera un periódico liberal, moderno y plural”.
Aldo Mariátegui es un Vesubio teatral y está convencido de que todos los demás somos pompeyanos pendientes de su ira. Lo que es, en realidad, es un géiser de mala leche. Y está acostumbrado a no responder acusaciones sino a convertir su columna en una moledora de carne. No ha dicho nada, por ejemplo, de las documentadas afirmaciones –judicialmente foliadas– sobre las relaciones de sus patrones de hoy con Montesinos y su red de corrupción. Ni ha dicho nada sobre la desnudez modelo hilo dental de sus ignorancias en materia de gentilicios y, sobre todo, en relación a la fase naval de la guerra del Pacífico.
La convicción de este personaje es que ensuciando a quienes odia él terminará aseado por dentro. Y por eso es capaz de mentir y tergiversar con una absoluta falta de escrúpulos. Lo ha hecho con César Lévano, con Gustavo Gorriti, con Raúl Wiener, con Juan Carlos Tafur, con Ernesto de la Jara, con Javier Diez Canseco y con todos los que él cree que merecen sus rabietas de Julius apócrifo.
Digamos que las tardoniñerías de este adolescente inmortal resultaban hasta divertidas por su inocuidad, hasta que se burló de la heroica cojera de César Lévano, de la lucidez honrada de Raúl Wiener y, en el colmo de esa euforia inspirada que lo convierte en omnipotente, de la generosidad de Miguel Grau en la guerra que Chile nos declaró para saquearnos.
Y como las causas perdidas son las únicas que deben librarse, pues decidí sacar al fresco a este niñato que tanto se parece al lado malo de los Miró Quesada (que tienen, por supuesto, un lado bueno).
Y digo causa perdida porque nada de lo que yo diga o haga, nada de lo que hagan o digan las víctimas de este Émile Zola invertido de valores, podrá cambiar ni a los Agois en su fracaso aéreo de la aerolínea Magenta, en su fracaso terrestre (y hoy subterráneo) de Epensa –que quizás no pueda venderse porque ya se vendió– y en su fracaso marítimo cuando tuvieron que deshacerse de todo lo que Banchero fundó y ellos despilfarraron con su inepcia… Retomando: decía que nada de lo que diga o haga podrá cambiar tampoco un ápice a quien es su –no digan que soy sarcástico– su negro subliterario, o sea este señor Mariátegui que es capaz de creer que insultar y pensar son sinónimos y que descalificar y argumentar valen lo mismo.
Yo no voy a rendirle cuenta de mi pasado a quien podría llamar, sin ofenderlo, una Malinche nuestra. ¿Qué autoridad tiene Mariátegui para acusetear como quinceañera sin resuello, sacar recortes fuera de contexto y recordar viejos y bizarros pleitos periodísticos? Ninguna. Pero por respeto a Enrique Zileri, a quien Aldito pretende adular a ver si le da un auxilio, tengo que decir lo siguiente:
–En junio de 1991 mi programa de TV fue cerrado por Canal 4. ¿La razón? Un reportaje que encargué a Cecilia Valenzuela después de recibir de manos de un alto oficial de las Fuerzas Armadas y Policiales, asqueado por lo que se estaba haciendo, una “orden de operación” que exigía a los jefes y oficiales localizados en las zonas de emergencia fusilar extrajudicialmente “a todo delincuente terrorista que hubiese caído prisionero en batalla”. El documento tenía un sello que jamás volví a ver: “Incinérese después de leerse”.
–Después de cerrarme el programa (“En persona”) los directivos de Canal 4 enviaron a mi oficina al señor Salvador Majluf para que me entregara 35,000 dólares “como una especie de resarcimiento”. Los rechacé y desafío, una vez más, a Salvador a negar esto.
–Más tarde, instigados por Fujimori y la pandilla que ya se había hecho con el control de parte del gobierno, los directivos de Canal 4 empezaron a decir que el programa se había cerrado por “problemas económicos”.
–Caretas, con quien yo había tenido ruidosos pleitos cuando fundé la revista Sí, se apegó a la versión de “los problemas económicos” porque allí ya estaba, infectándolo todo, Fernando Ampuero, el mismo buen chico que había sido mi reportero en Caretas, mi reportero en la televisión –donde tuvo a su cargo un exitoso segmento de entrevistas culturales– y, al mismo tiempo, el espantoso escritor que me perseguía para que le dijera qué me había parecido su Miraflores Melody y el padre de familia que no le pasaba pensión a su hija, según su ex mujer, mi amiga Mariella Sala. Hoy todo eso es anécdota banal frente a la reconciliación con Zileri, el periodista al que el Perú le debe tanto y al que tantos, por ofuscación injustificable, zarandeamos en algún momento.
–Con el tiempo y con la desclasificación de muchos documentos, la verdad, como casi siempre, se abrió paso: la orden del cierre del programa había venido directamente de Alberto Fujimori, el ladrón y asesino al que yo había llamado evasor de impuestos, adjudicatario mentiroso de la reforma agraria y sospechoso de robo como rector de la universidad Agraria ¡en pleno 1990, cuando los Aldos de todos los tamaños empezaban a ponerse el uniforme caqui!
–Lo que esa Caretas destila es un resentimiento que yo he olvidado y que, visto en perspectiva, puedo justificar.
Pero esa versión de 1991 de Caretas cita cifras de unos miles de dólares que no me correspondían a mí sino a la productora que pagaba a las más de 30 personas que trabajaban en “En persona”. Para irme a España con mi familia, al año siguiente y al habérseme cerrado todas las puertas en mi país, tuve que vender todo lo poco que teníamos y vivir lo más apretadamente que se pudo en Madrid, sin pedir nada aquí y sin doblegarme ante el abuso.
–Después de trabajar en 1974 en el Sistema Nacional de Propiedad Social –no en Sinamos, aprende a ser riguroso Aldito– y haber optado –sí, optado, empujado, entre otras cosas, por lo que había significado para mi generación el holocausto de los socialistas en el Chile de 1973– por poner mi insignificante grano de arena en la construcción de empresas cooperativas y autogestionadas, después de asistir a la derrota de la opción transformadora y al triunfo de la restauración derechista con Morales Bermúdez, después de haberme ilusionado y equivocado, apasionado y decepcionado, yo había regresado a Caretas a solicitud de su director. Fueron años triunfales de 45,000 ejemplares semanales. Y si me fui de Caretas fue a pesar de las invocaciones de Zileri. Pero eso sucedió recién en 1980, cinco años después de mi retorno. Al regresar a Caretas, en 1975, tuve mi primer automóvil de uso propio: un “escarabajo” que pertenecía a la flota de la revista.
Si a mí me interesara el dinero, como a esta Malinche y a los Agois en venta vitalicia, habría vendido mi opinión, subarrendado mis entrevistas, disimulado mis cobranzas de cofrade que levanta imágenes y enseña el hilo dental a quien saque la chequera (como acaba de hacer don Aldo Mariátegui con Suez Energy).
Mariátegui es tan ínfimo de espíritu que ni siquiera puede reconocer un mérito a sus adversarios y por eso repite la infamia “agoista” de mi presunta proximidad con la banda de Fernando Zevallos, esa que fabricaba lo que en Epensa algunos siguen consumiendo. Y lo dice el muy inimputable porque el hermano de un sicario de Zevallos, urgido por la Unidad de Investigación de El Comercio, dijo alguna vez en Maynas que su hermano le había contado que había visto a un camarógrafo de mi programa de TV recibir “en una caja de zapatos” y delante de todo el equipo técnico desplazado para una entrevista “la suma de 35,000 dólares” –curiosamente, la misma suma que yo rechacé de manos de un directivo de Canal 4 en 1991–. Ese camarógrafo tiene nombre y apellido, es pobre de solemnidad, bueno como pocos y trabajó hasta hace poco, según creo, en Panamericana Televisión. Su nombre es Orlando Cánepa y si Mariátegui no fuera un miserable lo habría llamado a preguntarle su versión, a sondear sus respuestas, a “sospechar” –si hubiese querido hacer periodismo y no calumniar– de los detalles que aportara. Además, lo de Maynas fue “trabajado” por un operador de ese sicario impreso que es Ampuero, operador deseoso de vengarse de algo que, en ese momento, yo no sabía: mi asistente Ilse Ízaga había declarado en contra de una señorita acusada de robar 500,000 dólares en pasajes de canje en Aerocontinente. Y esa señorita era –y es– novia de ese “investigador” de El Comercio.
–Y lo de “Polaco” (¿o será polonés, proyecto de Tres Patines?) lo dice porque entrevisté a ese sujeto cuando Lupe Zevallos llamó a mi asistente Ilse Ízaga, de quien fue amiga, y le ofreció al que representaba, en ese entonces, una de las primicias más codiciadas de los programas de la noche. Recuerdo perfectamente la cara turbia de “Polaco”, sus ojos amarillentos, sus respuestas evasivas, sus silencios ominosos. Le hice una entrevista asqueada, tensa y profesional y estuve convencido, apenas terminó el diálogo, de que “Polaco” era de lo más bajo de la escala humana. Y, sin embargo, “Polaco” es mejor que nuestra Malinche. Porque “Polaco” es un delincuente ostensible y no un picabolsos de la maledicencia disfrazado de consejero presidencial y periodista preocupado por la verdad.
–Sí, simpaticé con la autogestión y trabajé en Propiedad Social. Había leído a Milovan Djilas, disidente titoista, tenía 26 años y me sentía orgulloso de trabajar en un proyecto que quería ver a los trabajadores dueños de sus empresas y no esclavos de gente como los Agois. Y no sólo fui simpatizante de la autogestión y observador esperanzado de la reforma agraria. Me siento ahora, a esta edad en la que debería estar cansado de pelear contra la corriente, más socialista y humanista que estoico y neutral, mucho más libertario que en mi juventud y definitivamente más solidario que nunca. No puedo resignarme a que la política sea una asamblea de oportunistas, la prensa una subasta de la publicidad y el mundo el ático de la Casa Blanca. Sí, no he cambiado. Lo que no he hecho es mentir, a pesar de mis simpatías políticas. Por eso digo, para disgusto de muchos, que Cuba es una dictadura estalinista y sostuve siempre que el mundo detrás de la cortina de hierro era una farsa cruel hecha en nombre de los trabajadores despojados.
Pero sí. Me enorgullezco de lo hecho. Me hubiera gustado equivocarme menos. Me hubiera convenido, quizás, que no me echaran de quince programas de televisión a lo largo de estos últimos 27 años. Es cierto. Pero eso hubiese significado, quizás, transar como un cofrade en hilo dental, pensar como un lobista con patente de corso, volverme una Malinche y, por tanto, competir con quien Tafur ha llamado “La chiquita de los Agois”.
En todo caso, ¿qué decirle a una persona que ha perdido toda capacidad de pensar y que es capaz de agraviar hasta a Miguel Grau? ¿Qué clase de loco armado es el que los Agois han contratado para hacerse respetar en el antro que ellos creen que es el mundo de la comunicación?
Pensé en plantearle un juicio a esta Malinche de voz quebrada. ¿Para qué? ¿Para que los jueces del tal Vega lo encubran? Pensé en pedirle a Barney, que me imagino será amigo suyo, que lo aconsejara. Pero me dicen que esta versión viril de la Malinche ya no escucha nada sino esa voz interna que le dicta qué hacer y a quién matar con sus plumas envenenadas. Por último, saqué de uno de mis estantes de libros viejos “El código del honor”, compilado y recreado por el marqués de Cabriñana –que debe ser, imagino, uno de los personajes más admirados por Mariátegui–.
Dicho marqués me sacó de las dudas cuando llegué al capítulo tercero, titulado Ofensas Colectivas. Dice así:
“Artículo 13. Cuando varios individuos ofenden a otro, el ofendido tiene el derecho de elegir al adversario a quien debe pedir reparación de las ofensas recibidas. Este derecho de elección tiene por objeto el evitar que uno o varios individuos se pongan de acuerdo con un espadachín o baratero para insultar a mansalva a un hombre de honor sin correr el riesgo de batirse”.
Cuando creí que todo estaba resuelto y que debía enviarle mis padrinos a los dueños de la finca y no a su baratero, he aquí que me encuentro con otras líneas de este tratado del honor herido que contrarían, de algún modo, las acciones que podían deducirse como necesarias leyendo el citado párrafo. Estas nuevas líneas encontradas dicen así:
“La ofensa que infiere una persona indigna puede ser rechazada sin menoscabo del honor del agraviado”. ¿Se imaginan en el dilema en que me encuentro?
La Primera 13 de octubre 2007
por César Hildebrandt
Los Agois no descansan. Su hooligan tampoco. Y es que el hooligan que por ellos navajea se jacta de ver al presidente de la República cada semana. Por eso es que los Agois lo mantienen: a ver si así el gobierno al que quieren seguir sacándole tajadas tributarias –como lo hicieron con Toledo– los ayuda a conseguir incautos que compren Epensa “para salvar a la empresa de la pavorosa crisis financiera por la que atraviesa” –afirmación de ayer de Juan Carlos Tafur en su columna de Expreso, una columna que el brillante periodista refundador del exitoso Correo del año 2000 ha titulado –qué fuerte– “La chiquita de los Agois”. Tafur es otra víctima constante de Mariátegui y de los Agois y está realmente dolido por la escombrera que es hoy Correo.
“No es difícil entender, con semejante muestra de ligereza, el desplome en ventas y en credibilidad del otrora gran diario que fundáramos –escribe Tafur ayer–. Con semejante falta de apego a la verdad (se refiere a un par de nuevas mentiras que sobre él ha proferido Mariátegui, nota de C.H.), el resultado es inevitable. De un alicaído equipaje neuronal no puede resultar otra cosa que el pasquín palaciego en que han convertido el que fuera un periódico liberal, moderno y plural”.
Aldo Mariátegui es un Vesubio teatral y está convencido de que todos los demás somos pompeyanos pendientes de su ira. Lo que es, en realidad, es un géiser de mala leche. Y está acostumbrado a no responder acusaciones sino a convertir su columna en una moledora de carne. No ha dicho nada, por ejemplo, de las documentadas afirmaciones –judicialmente foliadas– sobre las relaciones de sus patrones de hoy con Montesinos y su red de corrupción. Ni ha dicho nada sobre la desnudez modelo hilo dental de sus ignorancias en materia de gentilicios y, sobre todo, en relación a la fase naval de la guerra del Pacífico.
La convicción de este personaje es que ensuciando a quienes odia él terminará aseado por dentro. Y por eso es capaz de mentir y tergiversar con una absoluta falta de escrúpulos. Lo ha hecho con César Lévano, con Gustavo Gorriti, con Raúl Wiener, con Juan Carlos Tafur, con Ernesto de la Jara, con Javier Diez Canseco y con todos los que él cree que merecen sus rabietas de Julius apócrifo.
Digamos que las tardoniñerías de este adolescente inmortal resultaban hasta divertidas por su inocuidad, hasta que se burló de la heroica cojera de César Lévano, de la lucidez honrada de Raúl Wiener y, en el colmo de esa euforia inspirada que lo convierte en omnipotente, de la generosidad de Miguel Grau en la guerra que Chile nos declaró para saquearnos.
Y como las causas perdidas son las únicas que deben librarse, pues decidí sacar al fresco a este niñato que tanto se parece al lado malo de los Miró Quesada (que tienen, por supuesto, un lado bueno).
Y digo causa perdida porque nada de lo que yo diga o haga, nada de lo que hagan o digan las víctimas de este Émile Zola invertido de valores, podrá cambiar ni a los Agois en su fracaso aéreo de la aerolínea Magenta, en su fracaso terrestre (y hoy subterráneo) de Epensa –que quizás no pueda venderse porque ya se vendió– y en su fracaso marítimo cuando tuvieron que deshacerse de todo lo que Banchero fundó y ellos despilfarraron con su inepcia… Retomando: decía que nada de lo que diga o haga podrá cambiar tampoco un ápice a quien es su –no digan que soy sarcástico– su negro subliterario, o sea este señor Mariátegui que es capaz de creer que insultar y pensar son sinónimos y que descalificar y argumentar valen lo mismo.
Yo no voy a rendirle cuenta de mi pasado a quien podría llamar, sin ofenderlo, una Malinche nuestra. ¿Qué autoridad tiene Mariátegui para acusetear como quinceañera sin resuello, sacar recortes fuera de contexto y recordar viejos y bizarros pleitos periodísticos? Ninguna. Pero por respeto a Enrique Zileri, a quien Aldito pretende adular a ver si le da un auxilio, tengo que decir lo siguiente:
–En junio de 1991 mi programa de TV fue cerrado por Canal 4. ¿La razón? Un reportaje que encargué a Cecilia Valenzuela después de recibir de manos de un alto oficial de las Fuerzas Armadas y Policiales, asqueado por lo que se estaba haciendo, una “orden de operación” que exigía a los jefes y oficiales localizados en las zonas de emergencia fusilar extrajudicialmente “a todo delincuente terrorista que hubiese caído prisionero en batalla”. El documento tenía un sello que jamás volví a ver: “Incinérese después de leerse”.
–Después de cerrarme el programa (“En persona”) los directivos de Canal 4 enviaron a mi oficina al señor Salvador Majluf para que me entregara 35,000 dólares “como una especie de resarcimiento”. Los rechacé y desafío, una vez más, a Salvador a negar esto.
–Más tarde, instigados por Fujimori y la pandilla que ya se había hecho con el control de parte del gobierno, los directivos de Canal 4 empezaron a decir que el programa se había cerrado por “problemas económicos”.
–Caretas, con quien yo había tenido ruidosos pleitos cuando fundé la revista Sí, se apegó a la versión de “los problemas económicos” porque allí ya estaba, infectándolo todo, Fernando Ampuero, el mismo buen chico que había sido mi reportero en Caretas, mi reportero en la televisión –donde tuvo a su cargo un exitoso segmento de entrevistas culturales– y, al mismo tiempo, el espantoso escritor que me perseguía para que le dijera qué me había parecido su Miraflores Melody y el padre de familia que no le pasaba pensión a su hija, según su ex mujer, mi amiga Mariella Sala. Hoy todo eso es anécdota banal frente a la reconciliación con Zileri, el periodista al que el Perú le debe tanto y al que tantos, por ofuscación injustificable, zarandeamos en algún momento.
–Con el tiempo y con la desclasificación de muchos documentos, la verdad, como casi siempre, se abrió paso: la orden del cierre del programa había venido directamente de Alberto Fujimori, el ladrón y asesino al que yo había llamado evasor de impuestos, adjudicatario mentiroso de la reforma agraria y sospechoso de robo como rector de la universidad Agraria ¡en pleno 1990, cuando los Aldos de todos los tamaños empezaban a ponerse el uniforme caqui!
–Lo que esa Caretas destila es un resentimiento que yo he olvidado y que, visto en perspectiva, puedo justificar.
Pero esa versión de 1991 de Caretas cita cifras de unos miles de dólares que no me correspondían a mí sino a la productora que pagaba a las más de 30 personas que trabajaban en “En persona”. Para irme a España con mi familia, al año siguiente y al habérseme cerrado todas las puertas en mi país, tuve que vender todo lo poco que teníamos y vivir lo más apretadamente que se pudo en Madrid, sin pedir nada aquí y sin doblegarme ante el abuso.
–Después de trabajar en 1974 en el Sistema Nacional de Propiedad Social –no en Sinamos, aprende a ser riguroso Aldito– y haber optado –sí, optado, empujado, entre otras cosas, por lo que había significado para mi generación el holocausto de los socialistas en el Chile de 1973– por poner mi insignificante grano de arena en la construcción de empresas cooperativas y autogestionadas, después de asistir a la derrota de la opción transformadora y al triunfo de la restauración derechista con Morales Bermúdez, después de haberme ilusionado y equivocado, apasionado y decepcionado, yo había regresado a Caretas a solicitud de su director. Fueron años triunfales de 45,000 ejemplares semanales. Y si me fui de Caretas fue a pesar de las invocaciones de Zileri. Pero eso sucedió recién en 1980, cinco años después de mi retorno. Al regresar a Caretas, en 1975, tuve mi primer automóvil de uso propio: un “escarabajo” que pertenecía a la flota de la revista.
Si a mí me interesara el dinero, como a esta Malinche y a los Agois en venta vitalicia, habría vendido mi opinión, subarrendado mis entrevistas, disimulado mis cobranzas de cofrade que levanta imágenes y enseña el hilo dental a quien saque la chequera (como acaba de hacer don Aldo Mariátegui con Suez Energy).
Mariátegui es tan ínfimo de espíritu que ni siquiera puede reconocer un mérito a sus adversarios y por eso repite la infamia “agoista” de mi presunta proximidad con la banda de Fernando Zevallos, esa que fabricaba lo que en Epensa algunos siguen consumiendo. Y lo dice el muy inimputable porque el hermano de un sicario de Zevallos, urgido por la Unidad de Investigación de El Comercio, dijo alguna vez en Maynas que su hermano le había contado que había visto a un camarógrafo de mi programa de TV recibir “en una caja de zapatos” y delante de todo el equipo técnico desplazado para una entrevista “la suma de 35,000 dólares” –curiosamente, la misma suma que yo rechacé de manos de un directivo de Canal 4 en 1991–. Ese camarógrafo tiene nombre y apellido, es pobre de solemnidad, bueno como pocos y trabajó hasta hace poco, según creo, en Panamericana Televisión. Su nombre es Orlando Cánepa y si Mariátegui no fuera un miserable lo habría llamado a preguntarle su versión, a sondear sus respuestas, a “sospechar” –si hubiese querido hacer periodismo y no calumniar– de los detalles que aportara. Además, lo de Maynas fue “trabajado” por un operador de ese sicario impreso que es Ampuero, operador deseoso de vengarse de algo que, en ese momento, yo no sabía: mi asistente Ilse Ízaga había declarado en contra de una señorita acusada de robar 500,000 dólares en pasajes de canje en Aerocontinente. Y esa señorita era –y es– novia de ese “investigador” de El Comercio.
–Y lo de “Polaco” (¿o será polonés, proyecto de Tres Patines?) lo dice porque entrevisté a ese sujeto cuando Lupe Zevallos llamó a mi asistente Ilse Ízaga, de quien fue amiga, y le ofreció al que representaba, en ese entonces, una de las primicias más codiciadas de los programas de la noche. Recuerdo perfectamente la cara turbia de “Polaco”, sus ojos amarillentos, sus respuestas evasivas, sus silencios ominosos. Le hice una entrevista asqueada, tensa y profesional y estuve convencido, apenas terminó el diálogo, de que “Polaco” era de lo más bajo de la escala humana. Y, sin embargo, “Polaco” es mejor que nuestra Malinche. Porque “Polaco” es un delincuente ostensible y no un picabolsos de la maledicencia disfrazado de consejero presidencial y periodista preocupado por la verdad.
–Sí, simpaticé con la autogestión y trabajé en Propiedad Social. Había leído a Milovan Djilas, disidente titoista, tenía 26 años y me sentía orgulloso de trabajar en un proyecto que quería ver a los trabajadores dueños de sus empresas y no esclavos de gente como los Agois. Y no sólo fui simpatizante de la autogestión y observador esperanzado de la reforma agraria. Me siento ahora, a esta edad en la que debería estar cansado de pelear contra la corriente, más socialista y humanista que estoico y neutral, mucho más libertario que en mi juventud y definitivamente más solidario que nunca. No puedo resignarme a que la política sea una asamblea de oportunistas, la prensa una subasta de la publicidad y el mundo el ático de la Casa Blanca. Sí, no he cambiado. Lo que no he hecho es mentir, a pesar de mis simpatías políticas. Por eso digo, para disgusto de muchos, que Cuba es una dictadura estalinista y sostuve siempre que el mundo detrás de la cortina de hierro era una farsa cruel hecha en nombre de los trabajadores despojados.
Pero sí. Me enorgullezco de lo hecho. Me hubiera gustado equivocarme menos. Me hubiera convenido, quizás, que no me echaran de quince programas de televisión a lo largo de estos últimos 27 años. Es cierto. Pero eso hubiese significado, quizás, transar como un cofrade en hilo dental, pensar como un lobista con patente de corso, volverme una Malinche y, por tanto, competir con quien Tafur ha llamado “La chiquita de los Agois”.
En todo caso, ¿qué decirle a una persona que ha perdido toda capacidad de pensar y que es capaz de agraviar hasta a Miguel Grau? ¿Qué clase de loco armado es el que los Agois han contratado para hacerse respetar en el antro que ellos creen que es el mundo de la comunicación?
Pensé en plantearle un juicio a esta Malinche de voz quebrada. ¿Para qué? ¿Para que los jueces del tal Vega lo encubran? Pensé en pedirle a Barney, que me imagino será amigo suyo, que lo aconsejara. Pero me dicen que esta versión viril de la Malinche ya no escucha nada sino esa voz interna que le dicta qué hacer y a quién matar con sus plumas envenenadas. Por último, saqué de uno de mis estantes de libros viejos “El código del honor”, compilado y recreado por el marqués de Cabriñana –que debe ser, imagino, uno de los personajes más admirados por Mariátegui–.
Dicho marqués me sacó de las dudas cuando llegué al capítulo tercero, titulado Ofensas Colectivas. Dice así:
“Artículo 13. Cuando varios individuos ofenden a otro, el ofendido tiene el derecho de elegir al adversario a quien debe pedir reparación de las ofensas recibidas. Este derecho de elección tiene por objeto el evitar que uno o varios individuos se pongan de acuerdo con un espadachín o baratero para insultar a mansalva a un hombre de honor sin correr el riesgo de batirse”.
Cuando creí que todo estaba resuelto y que debía enviarle mis padrinos a los dueños de la finca y no a su baratero, he aquí que me encuentro con otras líneas de este tratado del honor herido que contrarían, de algún modo, las acciones que podían deducirse como necesarias leyendo el citado párrafo. Estas nuevas líneas encontradas dicen así:
“La ofensa que infiere una persona indigna puede ser rechazada sin menoscabo del honor del agraviado”. ¿Se imaginan en el dilema en que me encuentro?
La Primera 13 de octubre 2007
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